miércoles, 24 de junio de 2020

Los sabores de la trashumancia - 1



Foto: Covarrubias  (Burgos) (Santiago Bayon Vera)

Sabia es la cocina del pastor, desnuda de artificio y un prodigio de armonía entre lo exiguo y lo substancioso, lo sobrio y lo nutritivo, lo frugal y lo reparador. La curiosidad de quien abra el zurrón de cualquiera de los pastores trashumantes que recorren España de parte a parte conduciendo rebaños de más de mil ovejas, tendrá que trocarse en respeto. Porque digna es de maravilla la cuidada elección de ingredientes sobre los cuales se fundaba su dieta y que, de una forma no por empírica menos efectiva, ha sustentado  y sustenta a un elevado número de hombres durante sus desplazamientos a través del territorio español.
Los límites aguzan el ingenio. Y en espacio tan limitado como una bolsa de cuero y las alforjas de una yegua caben ingredientes de sobra para alimentarse durante días así como los utensilios precisos para su elaboración. Cuando los pastores echan a andar con su rebaño por las vías pecuarias en dirección a las dehesas extremeñas en otoño o a los prados de las montañas castellanas en primavera, saben que durante el largo trayecto de muchos cientos de kilómetros habrán de transcurrir jornadas enteras sin pasar junto a pueblos o caseríos donde aprovisionarse, y que esos períodos de tiempo serán aún mayores cuando se adentrasen en los valles que conducen a puertos de montaña o atravesaran las regiones desérticas o boscosas que abundaban en ciertas comarcas.
Pero no les asustaba el frío o el calor, ni el lobo, ni la falta de agua en las subidas fuertes, ni se aburrían los pastores de comer lo mismo para desayunar o antes de dormirse, que lo importante no era halagar paladares devastados por la hartura sino saciar el hambre con alimentos que no se deteriorasen con el tiempo o las temperaturas, sencillos y rápidos de preparar, que les dieran la energía suficiente para desempeñar su cometido. Porque de padres a hijos venían enseñados a aguantar temperaturas extremas, a proteger su rebaño de alimañas, a caminar muchas leguas sin beber y a tomar de la naturaleza hierbas, frutas o caza que alegrasen su monótono sustento. Y, además, porque después de siglos de comprobarlo están tan seguros de que su despensa, esto es, la que almacenaban en su zurrón, bastaba para alcanzar sus destinos, por lejanos que son, que se hubieran asombrado al enterarse de que un día sería considerado la más representativa de esa dieta sana, equilibrada y natural que hoy llaman mediterránea.

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