domingo, 26 de julio de 2020

Sabores de la trashumancia - 5



Foto : La Hija de Dios (Ávila) (Santiago Bayon Vera) 

El rabadán era el encargado de adelantarse y comprar el pan en los pueblos por cuyas cercanías pasaban y repartirlo después a los pastores, a razón de un kilo por persona y día, junto con el vino, pues había jornadas en las que no encontraban otra cosa que beber o desconfiaban, por experiencia, de la pureza de los manantiales.
La calidad del pan podía oscilar según las comarcas. Los serranos despreciaban el horneado en Extremadura y algunos llevaban consigo, envuelto en un paño y a lomos de su yegua, la cantidad suficiente para los días de camino, ya que después serían sus propios conciudadanos quienes lo amasaran. Y ello es así porque en algún pueblo próximo a las dehesas pacenses, junto a la casa del administrador de todos los rebaños propiedad de un mismo dueño, se instalaba el ropero, antaño almacén de ropa pastoril y después de harina y otros comestibles, donde dos o tres veces por semana se elaboraba el pan en forma de molletes u hogazas redondas y bajas. Aunque también había pastores que amasaban y horneaban su propio pan en los chozos de las majadas, tortas sin levadura y quebradizas llamadas galianos, muy duraderas y buenas para los gazpachos. Y viene a cuento recordar que el nombre de esas tortas viene de galianas, nombre con el que se designaba en el lenguaje pastoril los restos de las antiguas vías romanas que atravesaban la Península desde las Galias , vía Gallia, hasta el Sur, y que aún perdura en el de la Cañada Real Galiana, que une la riojana Sierra de Cameros con el manchego Campo de Calatrava.
Los pastores no desayunaban antes de echar a andar, sino que a mediodía cada uno detenía el rebaño que le estaba encomendado, sacaba del zurrón la bota de vino, un trozo de pan y otro de queso, chorizo o tasajo, y apoyado en un tronco o al socaire de alguna piedra daba cuenta del sencillo almuerzo sin dejar de vigilar a sus ovejas. La vida de estos hombres era dura y solitaria. Sólo se reunían al atardecer, encerrado el rebaño en algún corral de los que solía abundar a lo largo de las cañadas y veredas reales, cuando descargaban el caldero de la yegua, y empezaba el ceremonial bajo la atenta mirada del rabadán o del compañero.

domingo, 19 de julio de 2020

Sabores de la trashumancia - 4



Foto: Cuevas del Valle (Avila) (Santiago Bayón Vera) 

A finales de septiembre, alrededor del día de San Miguel, bajan los pastores castellanos de las montañas hacia las dehesas pacenses para pasar allí el invierno con las ovejas merinas. Los acompañan unas cuantas cabras, de propiedad comunal, con cuya leche fabricarían queso en las majadas. Pero cada cual, aparte de su perro, llevaba una yegua hatera en cuyas alforjas iban sus ropas y objetos personales además de algunos ingredientes que alegrasen la monotonía del condumio diario como embutidos y queso. Y otra yegua, ésta ya del dueño del rebaño, cargaba los avíos del ganado, así como los cundidos, pan, ajos, y los utensilios de cocina.
Éstos fueron siempre pocos pero muy bien escogidos. En primer lugar, el caldero en el que todo se hacía, desde las sopas hasta la caldereta, pasando por las migas, la chanfaina y el frite, caldero que a veces había que adquirir nuevo en Extremadura porque con el uso y las lluvias otoñales se terminaba por llenar de agujeros. Un cuenco grande, de madera de olivo o de otro árbol cuidadosamente pulido y llamado hortera, que servía de ayuda a la hora de preparar el sustento. Y un cántaro de hojalata que era donde el zagal traía el agua para guisar o fregar. Nada más. Porque consigo, en el zurrón que colgaba de su hombro, además de una manta, del pan y del tocino, tasajo o queso para el almuerzo, transportaba un par de colodras o recipiente de asta, pulidos y labrados por su dueño, con sus tapones de metal o de corcho, en las más grande de las cuales llevaba otra ración de aceite por si llegaba a faltar; y en la más pequeña, sal fina para aderezar sus guisos y una cuchara también de asta con el mango primorosamente labrado por el mismo pastor que a menudo incluía un ingenioso mecanismo para poder doblarla. De madera era el cuenco (que podía ser de corcho) donde comía y también la fiambrera decorada a punta de navaja y cuya tapa quedaba encajada y casi hermética mediante un medio giro. Y no podía faltar una bota con capacidad de dos litros, por lo general llena de un vino bronco, del país, como solían llamarse los caldos ordinarios, sin denominación de origen, elaborados artesanalmente con la propia cosecha y de consumo restringido a la comarca, pero que al contacto con la pez que impermeabiliza el odre donde era transportado, adquiría un sabor en cuyo trasfondo, inexplicable a quien no lo haya probado, había para el pastor evocaciones de néctar y ambrosía.
Durante la trashumancia propiamente dicha, es decir, el traslado de los rebaños entre los pastos de invierno y de verano, que veníen a durar más o menos un mes, los pastores comían sólo dos veces diarias, mientras que una vez instalados en los pastos de invierno o de verano lo hacían tres y de manera más variada.



lunes, 13 de julio de 2020

Sabores de la trashumancia - 3



Foto: Hermisende (Zamora) (Santiago Bayon Vera) 
Y ha sido desde un principio la comarca cacereña de La Vera, famosa por su clima suave y templado y la gran productora de un pimentón dulce y picante cuya extraordinaria calidad consiguió que las demás regiones españolas lo prefiriesen a ningún otro. Por los meses de octubre y noviembre, antes de la llegada de los fríos, las carretas de los extremeños recorrían los pueblos castellanos cargadas de estas especias y no había lugareño que no hiciera de ellas un buen acopio para adobar los chorizos y longanizas de su matanza. Y tuvo que ser enseguida, casi de inmediato, cuando algún cocinero anónimo tuvo la ocurrencia de añadir una punta de este oro rojo a las sopas de ajo y pan que cenaban casi todas las noches, convirtiendo de pronto esa comida frugal, austera y hasta un poco tristona, en una fiesta de sabor y colorido a la que el huevo ocasional pondría la nota fastuosa… además de aumentar su valor energético y la calidad de sus proteínas.
Pero la adición de pimiento molido no ha servido sólo para prolongar la conservación de alimentos o para dar gusto y prestancia a lomos, chorizos y sopas de pan, sino que, sin saberlo, vino a llenar un hueco en la dieta quienes, por sus circunstancias geográficas, profesionales (piénsese sobre todo en las expediciones por mar) y climáticas, no podían consumir frutas o verduras frescas en invierno y resultaban especialmente propensos a enfermedades graves como el escorbuto y otras no por leves menos desagradables. El alto contenido en vitamina A (retinol) y C de esta especia, inseparable ya de la alimentación habitual de los pastores, compensó su desequilibro dietético en las largas marchas a través de las vías pecuarias  o cuando la sequía y el mal tiempo les impedían encontrar berros o bayas que alegrasen un poco el monótono condumio.
El vinagre es a la vez condimento y conservante, aunque los pastores lo utilizarían sobre todo para refrescarse en verano y de ahí su importancia como ingrediente de la sopa de pan cruda que conocemos como gazpacho. Durante muchos años, incluso siglos, el gazpacho pastoril se prepararía machacando un diente de ajo con sal, para que no resbale, en el fondo de la hortera y una vez reducido a una pasta, añadiéndole un vaso de aceite, un chorro de vinagre, agua y el pan cortado a pellizcos en la cantidad deseada para que el resultado fuese más o menos líquido. En momentos de abundancia, el plato aceptaba con gusto un huevo o dos, tanto crudos como cocidos, o jamón picado, incluso tasajo troceado de ese que los trashumantes llevaban para el almuerzo, que el gazpacho admite tantas variaciones como comarcas y casi individuos hay en la geografía española. Antiguos son los de almendras, de hierbabuena, con uvas, con comino, con pimentón, y otros muchos, siendo los más recientes los hoy más conocidos: rojos de tomate y condimentados con pimiento, hortalizas venidas de América que no se popularizaron hasta el siglo XIX.
Las raciones de aceite, vinagre, pimiento molido y sal recibían el nombre de cundido y éste, junto con el pan, corría por cuenta del dueño del rebaño, considerándose parte del sueldo de los pastores igual que los animales de su propiedad que iban con el rebaño.




domingo, 5 de julio de 2020

Sabores de la trashumancia - 2


Foto: Segovia (Santiago Bayon Vera)

El pan, siempre de trigo duro, más o menos integral según las épocas, más o menos ácimo de acuerdo con las costumbres, porque no obstante el inevitable proceso de resecación que experimenta con el transcurso del tiempo, sigue siendo comestible una vez reblandecido en un líquido. Y no sólo eso, sino que mantiene intactas sus cualidades tanto sápidas como energéticas y alimenticias.
El aceite, porque era el cuerpo graso por excelencia en el que se freía, refreía o sofreía el pan y los demás ingredientes que constituían su común alimento. Pero también por sus virtudes medicinales, probadas a lo largo de los siglos y que hacen del de oliva ese óleo poderoso que lo mismo servía para ungir a reyes que para untar la piel de los héroes tras la batalla que para curar los cálculos biliares y un sinfín de enfermedades.
Y el vino, porque beberlo al terminar la jornada o al empezarla, tuvo y tendrá siempre un aspecto sagrado, de comunión con los compañeros, con lo más arcano de la naturaleza… y de refugio reconfortante. Un pastor jamás podría concebir una comida sin un trago de ese vino que calienta el estómago y el corazón, mitiga las penurias del camino, las tormentas, el frío, el calor, y transciende la nostalgia del hogar en canciones que se alegran cuando las otras voces las comparten en coro.
Los ingredientes básicos de la alimentación pastoril no sólo tienen el valor que les da una tradición acuñada a través de mil años de historia, sino que, misteriosamente, su composición concuerda casi por completo con la proporción áurea que según los más eminentes bromatólogos y especialistas en bioquímica y nutrición, debe conformar la dieta humana a todas las edades: un 10% de proteínas, un 30% de grasa y un 60% de hidratos de carbono. Porque los pastores han sabido añadir al pan y al aceite una serie de alimentos que suplieron sus posibles carencias vitamínicas o nutritivas y redondearon los beneficios de su dieta.
El uso del pimiento, así bautizado por los primeros conquistadores hispanos porque algunas de sus variedades picaban como la pimienta en cuya busca habían partido, se extendió por la Península mucho más aprisa que ninguno de los productos que vinieron de ultramar, incluidos el maíz, las patatas y los tomates, y su cualidad conservadora de alimentos en estado seco y molido tuvo mucho que ver con esta temprana y entusiasta aceptación