Foto : La Hija de Dios (Ávila) (Santiago Bayon Vera)
El rabadán
era el encargado de adelantarse y comprar el pan en los pueblos por cuyas
cercanías pasaban y repartirlo después a los pastores, a razón de un kilo por
persona y día, junto con el vino, pues había jornadas en las que no encontraban
otra cosa que beber o desconfiaban, por experiencia, de la pureza de los
manantiales.
La calidad
del pan podía oscilar según las comarcas. Los serranos despreciaban el horneado
en Extremadura y algunos llevaban consigo, envuelto en un paño y a lomos de su
yegua, la cantidad suficiente para los días de camino, ya que después serían
sus propios conciudadanos quienes lo amasaran. Y ello es así porque en algún
pueblo próximo a las dehesas pacenses, junto a la casa del administrador de
todos los rebaños propiedad de un mismo dueño, se instalaba el ropero, antaño
almacén de ropa pastoril y después de harina y otros comestibles, donde dos o
tres veces por semana se elaboraba el pan en forma de molletes u hogazas redondas y bajas. Aunque también había
pastores que amasaban y horneaban su propio pan en los chozos de las majadas,
tortas sin levadura y quebradizas llamadas galianos, muy duraderas y buenas para los gazpachos. Y viene a
cuento recordar que el nombre de esas tortas viene de galianas, nombre con el que se designaba en el lenguaje pastoril
los restos de las antiguas vías romanas que atravesaban la Península desde las
Galias , vía Gallia, hasta el
Sur, y que aún perdura en el de la Cañada Real Galiana, que une la riojana
Sierra de Cameros con el manchego Campo de Calatrava.
Los pastores
no desayunaban antes de echar a andar, sino que a mediodía cada uno detenía el
rebaño que le estaba encomendado, sacaba del zurrón la bota de vino, un trozo
de pan y otro de queso, chorizo o tasajo, y apoyado en un tronco o al socaire
de alguna piedra daba cuenta del sencillo almuerzo sin dejar de vigilar a sus
ovejas. La vida de estos hombres era dura y solitaria. Sólo se reunían al
atardecer, encerrado el rebaño en algún corral de los que solía abundar a lo
largo de las cañadas y veredas reales, cuando descargaban el caldero de la
yegua, y empezaba el ceremonial bajo la atenta mirada del rabadán o del
compañero.
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