Foto: Segovia (Santiago Bayon Vera)
El
pan, siempre de trigo duro, más o menos integral según las épocas, más o menos
ácimo de acuerdo con las costumbres, porque no obstante el inevitable proceso
de resecación que experimenta con el transcurso del tiempo, sigue siendo
comestible una vez reblandecido en un líquido. Y no sólo eso, sino que mantiene
intactas sus cualidades tanto sápidas como energéticas y alimenticias.
El
aceite, porque era el cuerpo graso por excelencia en el que se freía, refreía o
sofreía el pan y los demás ingredientes que constituían su común alimento. Pero
también por sus virtudes medicinales, probadas a lo largo de los siglos y que
hacen del de oliva ese óleo poderoso que lo mismo servía para ungir a reyes que
para untar la piel de los héroes tras la batalla que para curar los cálculos biliares
y un sinfín de enfermedades.
Y
el vino, porque beberlo al terminar la jornada o al empezarla, tuvo y tendrá
siempre un aspecto sagrado, de comunión con los compañeros, con lo más arcano
de la naturaleza… y de refugio reconfortante. Un pastor jamás podría concebir
una comida sin un trago de ese vino que calienta el estómago y el corazón,
mitiga las penurias del camino, las tormentas, el frío, el calor, y transciende
la nostalgia del hogar en canciones que se alegran cuando las otras voces las
comparten en coro.
Los
ingredientes básicos de la alimentación pastoril no sólo tienen el valor que
les da una tradición acuñada a través de mil años de historia, sino que,
misteriosamente, su composición concuerda casi por completo con la proporción áurea
que según los más eminentes bromatólogos y especialistas en bioquímica y
nutrición, debe conformar la dieta humana a todas las edades: un 10% de
proteínas, un 30% de grasa y un 60% de hidratos de carbono. Porque los pastores
han sabido añadir al pan y al aceite una serie de alimentos que suplieron sus
posibles carencias vitamínicas o nutritivas y redondearon los beneficios de su
dieta.
El
uso del pimiento, así bautizado por los primeros conquistadores hispanos porque
algunas de sus variedades picaban como la pimienta en cuya busca habían
partido, se extendió por la Península mucho más aprisa que ninguno de los
productos que vinieron de ultramar, incluidos el maíz, las patatas y los
tomates, y su cualidad conservadora de alimentos en estado seco y molido tuvo
mucho que ver con esta temprana y entusiasta aceptación
No hay comentarios:
Publicar un comentario