domingo, 5 de julio de 2020

Sabores de la trashumancia - 2


Foto: Segovia (Santiago Bayon Vera)

El pan, siempre de trigo duro, más o menos integral según las épocas, más o menos ácimo de acuerdo con las costumbres, porque no obstante el inevitable proceso de resecación que experimenta con el transcurso del tiempo, sigue siendo comestible una vez reblandecido en un líquido. Y no sólo eso, sino que mantiene intactas sus cualidades tanto sápidas como energéticas y alimenticias.
El aceite, porque era el cuerpo graso por excelencia en el que se freía, refreía o sofreía el pan y los demás ingredientes que constituían su común alimento. Pero también por sus virtudes medicinales, probadas a lo largo de los siglos y que hacen del de oliva ese óleo poderoso que lo mismo servía para ungir a reyes que para untar la piel de los héroes tras la batalla que para curar los cálculos biliares y un sinfín de enfermedades.
Y el vino, porque beberlo al terminar la jornada o al empezarla, tuvo y tendrá siempre un aspecto sagrado, de comunión con los compañeros, con lo más arcano de la naturaleza… y de refugio reconfortante. Un pastor jamás podría concebir una comida sin un trago de ese vino que calienta el estómago y el corazón, mitiga las penurias del camino, las tormentas, el frío, el calor, y transciende la nostalgia del hogar en canciones que se alegran cuando las otras voces las comparten en coro.
Los ingredientes básicos de la alimentación pastoril no sólo tienen el valor que les da una tradición acuñada a través de mil años de historia, sino que, misteriosamente, su composición concuerda casi por completo con la proporción áurea que según los más eminentes bromatólogos y especialistas en bioquímica y nutrición, debe conformar la dieta humana a todas las edades: un 10% de proteínas, un 30% de grasa y un 60% de hidratos de carbono. Porque los pastores han sabido añadir al pan y al aceite una serie de alimentos que suplieron sus posibles carencias vitamínicas o nutritivas y redondearon los beneficios de su dieta.
El uso del pimiento, así bautizado por los primeros conquistadores hispanos porque algunas de sus variedades picaban como la pimienta en cuya busca habían partido, se extendió por la Península mucho más aprisa que ninguno de los productos que vinieron de ultramar, incluidos el maíz, las patatas y los tomates, y su cualidad conservadora de alimentos en estado seco y molido tuvo mucho que ver con esta temprana y entusiasta aceptación

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