El término “comarca”, cuando acompaña a Los Pedroches, es un concepto que puede hacer referencia a una unidad natural o a una unidad administrativa, o bien a ambas a la vez, ya que se trata de “un espacio en el que determinadas relaciones sociales, económicas o políticas aparecen de un modo singular o diferenciado respecto a los espacios circunvecinos, con independencia de que sus habitantes tengan o no conciencia de dicha singularidad”. En este caso, además, hay que añadir el factor histórico como una de las claves para comprender el punto de arranque, formación y evolución del actual espacio comarcano.
En los pueblos que hoy componen la comarca quedan vestigios de antiguas culturas, en las que dejaron su huella romanos y árabes. Sus nombres fueron cambiando con el transcurso del tiempo, de forma que hoy día es difícil situar los emplazamientos exactos de localidades citadas en los textos de aquellas épocas.
EI nombre con que a veces se designa esta comarca, «Valle de los Pedroches», es discutido por algunos autores, quienes opinan que no refleja la realidad topográfica ni geomorfológica de este territorio. Más cercano parece el nombre que recibió en la época musulmana (Fahs al Balltit, «Llano de las Bellotas»), y que hace mención tanto al relieve de la región cuanto a la presencia de la encina como árbol característico y representativo de la misma.
Las campañas cristianas para rescatar estas tierras de manos musulmanas provocaron su despoblación ante los largos hostigamientos militares a los que se vieron sometidas. La reconquista del área occidental de Los Pedroches estuvo en conexión con la llevada a cabo en Extremadura; fue organizada por los reyes de León, quienes, no disponiendo de medios suficientes para llevarla a cabo, buscaron el apoyo de las Ordenes Militares y de caballeros nobles; así es como, ya en el segundo cuarto del siglo XII, debió de tomarse Gafiq, término que englobaría la actual Belalcázaf y cuyos dominios se extenderían hasta Cabeza del Buey.

La zona centro-oriental de la comarca pedrocheña está en relación con la re-conquista castellana; las tropas cristianas, tras la incorporación de Toledo al reino de Castilla, continuaron su avance hacia el Sur, en cuya marcha se contemplaba la recuperación de Los Pedroches como etapa previa a la toma de Córdoba; dos poblaciones importantes se situaban en esa ruta, Santa Eufemia y Pedroche, recuperadas hacia 1155, aunque no de forma definitiva, recayendo en manos musulmanas en alguna ocasión e intensificando así el despoblamiento general.
Ya definitivamente en poder de los cristianos, se hace indispensable la repoblación del territorio ganado a los musulmanes con el fin de defenderlo y controlarlo de modo efectivo. Para ello la Corona y, en su caso, los diferentes señores (Iglesia, Nobleza, Ordenes Militares) promovieron la colonización mediante la concesión de diferentes privilegios que atrajeran a los nuevos moradores, compensando el riesgo que suponía habitar en zonas despobladas y fronterizas con el reino musulmán.
Se instauraron así, en primer lugar, las villas de realengo, cuya administración puso el rey en manos de la comunidad concejil; el reparto de tierras realizado en esta etapa debía de ser más o menos uniforme; tratándose de tierras generalmente no aptas para la agricultura, el problema del despoblamiento seguía patente, surgiendo aldeas que quedaban deshabitadas en cuanto las circunstancias eran adversas.
Otro tanto puede decirse de las villas de señorío. El proceso de repoblación fue largo, tuvo su inicio a finales del siglo XII y se continuó en el XIV.
Componentes ecológicos, humanos e históricos perfilaron, desde las primeras etapas, la conformación de dos subcomarcas con diferente régimen jurisdiccional: régimen señorial en el área occidental y régimen de realengo en el sector centro-oriental.
En el área occidental se crearon dos señoríos: Señorío de Santa Eufemia y el Condado de Balalcázar. El primero data de 1293, fecha en la que Sancho IV hace donación del castillo de Santa Eufemia, con su jurisdicción, a Fernando Díaz, alcalde de la ciudad de Córdoba. El segundo tiene su origen en la merced hecha por Juan II, en 1444, a favor del maestre de la Orden de Alcántara
En ambos casos, el acceso a la propiedad dentro del proceso señorializador se erige en asunto clave de la vida económica, social y política desde finales de la Edad Media; su manifestación más radical y conflictiva se expresará durante toda la Edad Moderna a través del fenómeno de las usurpaciones de las tierras comunes, cuyo ejemplo más palmario se encuentra en las disputas sobre la propiedad de la Dehesa de Cañadallana, en la jurisdicción de Santa Eufemia, cuyo condominio reivindican varias villas contra las pretensiones de señores hacendados, litigio que motivó una Escritura de Concordia entre las partes en 1631, pero que se alargaría varios siglos. Todo ello condujo a un alto grado de concentración de la tierra en manos del estamento nobiliario, quien además vinculaba sus bienes mediante la institución del mayorazgo. Así se explica que la distribución de la propiedad en el Condado de Santa Eufemia a mediados del siglo XVII sea la siguiente: Nobleza, 77,2%; común y propio de las villas, 20,8%, y vecinos, 2%.
Se asentaron los señoríos en las tierras de más clara vocación agrícola, en principio dedicadas al cultivo de cereal. Pero, puestas en manos de la nobleza, fueron adehesadas y destinadas al aprovechamiento ganadero, vendiéndose los pastos de invierno a los ganaderos trashumantes mesteños, principalmente los procedentes del partido de Yanguas (Soria). Por otra parte, algunos pagos de las mismas dehesas eran cedidos en arrendamiento a los vecinos, cultivándose cada 2, 3, 5 ó más años.

Las grandes dehesas estaban subdivididas en “quintos”, de unas 300 a 400 fanegas, los cuales eran muy funcionales para los rebaños mesteños al permitir el pastoreo extensivo de 300 a 400 ovejas con el mínimo de fuerza de trabajo (un pastor y un zagal). No existen datos sobre el número total de ganado trashumante que accedía a la venta de «yerbas» en este sector occidental; sin embargo, son útiles los que aporta la relación de un vecino de Carrascosa y recaudador del derecho del puerto de El Guijo, válidos para el condado de Santa Eufemia y estado de Madróñiz. Según éste, el ganado lanar trashumante registrado en dicho puerto durante la temporada de invierno de 1788-1789 agrupó 50.760 cabezas.
En el área centro-oriental los terrenos más pobres, poco roturados y bastante despoblados, supusieron un freno a las ansias de señorialización. Así, Pedroche, su capital, y las villas que fueron surgiendo en torno a ella consiguieron mantener su condición de tierras realengas, basando su economía en el aprovechamiento conjunto de un extenso patrimonio comunal (integrado fundamentalmente por las dehesas de La Jara —25.000 fanegas— y de La Concordia —47.000 fanegas) que daría lugar a una mancomunidad de términos y de pastos conocida como “Las Siete Villas de Los Pedroches”.
Esta propiedad concejil, no obstante, estuvo sometida desde la Edad Media a las arbitrarias enajenaciones de la Corona, por lo que las propias villas tuvieron reiteradamente que comprar sus bienes comunales. Consiguieron además con ello supremacía sobre La Mesta, a cuyos ganados se les prohibió la entrada, tal y como quedó estipulado en la última transacción realizada en el siglo XVII.
La jurisdicción realenga de estas villas sufrió un paréntesis de 87 años al ser vendidas por Felipe IV al marqués de Carpio (Conde Duque de Olivares) en 1660. Pero la retroventa de jurisdicción de la Casa de Alba al Estado en 1747 supuso su incorporación a la Corona y la recuperación de su ancestral condición.
De otra parte, aunque el régimen realengo no era de suyo incompatible con los patrimonios nobiliarios, sin embargo el sector oriental de Los Pedroches se caracterizó por la ausencia de tierras en manos de la nobleza. Así pues, únicamente se compatibilizó el patrimonio comunal con la propiedad particular de seglares y eclesiásticos.
Más de la mitad de la tierra perteneciente a «particulares» estaba en manos de eclesiásticos, siendo el clero el mayor «hacendado» de los propietarios. Además, entre el 60 y el 85% de la propiedad eclesiástica era ostentada a título espiritual, por tanto no enajenable, lo que suponía una fosilización del mercado de la tierra.
El terrazgo, aunque presentaba condiciones poco favorables para el cultivo, se vio sometido a intensas roturaciones como consecuencia de la presión demográfica.
La actividad agraria se organizaba en torno a la explotación de tierras de propiedad particular (cuyo tamaño medio se aproximaba a las 6,5 Ha en la Villa de Pedroche) y su complemento colectivo (dehesas del común). Los bienes comunales suponían una tríada de aprovechamientos: labor, pastos y bellota. La adjudicación de las tierras de labor variaba de unas villas a otras, aunque siempre se hacía por sorteo. El ganado podía pastar libremente mediante el pago —al menos en el siglo XIX— de una módica cuota por cabeza y especie. En el caso de los bienes pertenecientes al caudal de propios no existía aprovechamiento común, de forma que las «yerbas» y bellotas se vendían como fuente de ingresos para la villa.
En general, pues, la vida agraria de esta subcomarca quedaba articulada según sus cualidades naturales, que limitaban el cultivo del cereal y propiciaban unos aprovechamientos ganaderos favorecidos además por las grandes extensiones de baldíos y comunales.