Foto: Vacada de Alonso Alvarez de Toledo . Cuevas del Valle (Avila) Santiago Bayon Vera
Sabia es la cocina del
pastor, desnuda de artificio y un prodigio de armonía entre lo exiguo y lo
substancioso, lo sobrio y lo nutritivo, lo frugal y lo reparador. La curiosidad
de quien abra el zurrón de cualquiera de los pastores trashumantes que recorren
España de parte a parte conduciendo rebaños de más de mil ovejas, tendrá que
trocarse en respeto. Porque digna es de maravilla la cuidada elección de
ingredientes sobre los cuales se fundaba su dieta y que, de una forma no por
empírica menos efectiva, ha sustentado y
sustenta a un elevado número de hombres durante sus desplazamientos a través
del territorio español.
Los límites aguzan el
ingenio. Y en espacio tan limitado como una bolsa de cuero y las alforjas de
una yegua caben ingredientes de sobra para alimentarse durante días así como
los utensilios precisos para su elaboración. Cuando los pastores echan a andar
con su rebaño por las vías pecuarias en dirección a las dehesas extremeñas en
otoño o a los prados de las montañas castellanas en primavera, saben que
durante el largo trayecto de muchos cientos de kilómetros habrán de transcurrir
jornadas enteras sin pasar junto a pueblos o caseríos donde aprovisionarse, y que
esos períodos de tiempo serán aún mayores cuando se adentrasen en los valles
que conducen a puertos de montaña o atravesaran las regiones desérticas o
boscosas que abundaban en ciertas comarcas.
Pero no les asustaba el
frío o el calor, ni el lobo, ni la falta de agua en las subidas fuertes, ni se
aburrían los pastores de comer lo mismo para desayunar o antes de dormirse, que
lo importante no era halagar paladares devastados por la hartura sino saciar el
hambre con alimentos que no se deteriorasen con el tiempo o las temperaturas,
sencillos y rápidos de preparar, que les dieran la energía suficiente para
desempeñar su cometido. Porque de padres a hijos venían enseñados a aguantar
temperaturas extremas, a proteger su rebaño de alimañas, a caminar muchas
leguas sin beber y a tomar de la naturaleza hierbas, frutas o caza que
alegrasen su monótono sustento. Y, además, porque después de siglos de
comprobarlo están tan seguros de que su despensa ,esto es, la que almacenaban
en su zurrón, bastaba para alcanzar sus destinos, por lejanos que son, que se
hubieran asombrado al enterarse de que un día sería considerada la más
representativa de esa dieta sana, equilibrada y natural que hoy llaman
mediterránea.
Ningún pastor se
adentra en los caminos de la trashumancia sin llevar una buena provisión
de estos tres elementos: pan, aceite y vino. No es menester olvidar que jamás
falte el cargamento de sal, imprescindible tanto a los hombres como a sus
ganados, a los que pronto se uniría el
pimentón y después, o quizá al mismo tiempo, otro más, el vinagre.
El pan, siempre de trigo duro, más o menos integral según
las épocas, más o menos ácimo de acuerdo con las costumbres, porque no obstante
el inevitable proceso de resecación que experimenta con el transcurso del
tiempo, sigue siendo comestible una vez reblandecido en un líquido. Y no sólo
eso, sino que mantiene intactas sus cualidades tanto sápidas como energéticas y
alimenticias.
El aceite, porque era el cuerpo graso por excelencia en
el que se freía, refreía o sofreía el pan y los demás ingredientes que
constituían su común alimento. Pero también por sus virtudes medicinales,
probadas a lo largo de los siglos y que hacen del de oliva ese óleo poderoso
que lo mismo servía para ungir a reyes que para untar la piel de los héroes
tras la batalla que para curar los cálculos biliares y un sinfín de
enfermedades.
Y el vino, porque beberlo al terminar la jornada o al
empezarla, tuvo y tendrá siempre un aspecto sagrado, de comunión con los
compañeros, con lo más arcano de la naturaleza… y de refugio reconfortante. Un
pastor jamás podría concebir una comida sin un trago de ese vino que calienta
el estómago y el corazón, mitiga las penurias del camino, las tormentas, el
frío, el calor, y transciende la nostalgia del hogar en canciones que se
alegran cuando las otras voces las comparten en coro.
Los ingredientes
básicos de la alimentación pastoril no sólo tienen el valor que les da una tradición
acuñada a través de mil años de historia, sino que, misteriosamente, su
composición concuerda casi por completo con la proporción áurea que según los
más eminentes bromatólogos y especialistas en bioquímica y nutrición, debe
conformar la dieta humana a todas las edades: un 10% de proteínas, un 30% de
grasa y un 60% de hidratos de carbono. Porque los pastores han sabido añadir al
pan y al aceite una serie de alimentos que suplieron sus posibles carencias
vitamínicas o nutritivas y redondearon los beneficios de su dieta.
El uso del pimiento, así bautizado por los primeros
conquistadores hispanos porque algunas de sus variedades picaban como la pimienta
en cuya busca habían partido, se extendió por la Península mucho más aprisa que
ninguno de los productos que vinieron de ultramar, incluidos el maíz, las
patatas y los tomates, y su cualidad conservadora de alimentos en estado seco y
molido tuvo mucho que ver con esta temprana y entusiasta aceptación.
Y ha sido desde un principio la comarca cacereña de La
Vera, famosa por su clima suave y templado y la gran productora de un pimentón
dulce y picante cuya extraordinaria calidad consiguió que las demás regiones
españolas lo prefiriesen a ningún otro. Por los meses de octubre y noviembre,
antes de la llegada de los fríos, las carretas de los extremeños recorrían los
pueblos castellanos cargadas de estas especias y no había lugareño que no
hiciera de ellas un buen acopio para adobar los chorizos y longanizas de su
matanza. Y tuvo que ser enseguida, casi de inmediato, cuando algún cocinero
anónimo tuvo la ocurrencia de añadir una punta de este oro rojo a las sopas de
ajo y pan que cenaban casi todas las noches, convirtiendo de pronto esa comida
frugal, austera y hasta un poco tristona, en una fiesta de sabor y colorido a
la que el huevo ocasional pondría la nota fastuosa… además de aumentar su valor
energético y la calidad de sus proteínas.
Pero la adición de pimiento molido no ha servido sólo
para prolongar la conservación de alimentos o para dar gusto y prestancia a
lomos, chorizos y sopas de pan, sino que, sin saberlo, vino a llenar un hueco
en la dieta quienes, por sus circunstancias geográficas, profesionales
(piénsese sobre todo en las expediciones por mar) y climáticas, no podían
consumir frutas o verduras frescas en invierno y resultaban especialmente
propensos a enfermedades graves como el escorbuto y otras no por leves menos
desagradables. El alto contenido en vitamina A (retinol) y C de esta especia,
inseparable ya de la alimentación habitual de los pastores, compensó su
desequilibro dietético en las largas marchas a través de las vías pecuarias o cuando la sequía y el mal tiempo les
impedían encontrar berros o bayas que alegrasen un poco el monótono condumio.
El vinagre es a la vez condimento y conservante, aunque
los pastores lo utilizarían sobre todo para refrescarse en verano y de ahí su
importancia como ingrediente de la sopa de pan cruda que conocemos como
gazpacho. Durante muchos años, incluso siglos, el gazpacho pastoril se
prepararía machacando un diente de ajo con sal ,para que no resbale, en el
fondo de la hortera y una vez reducido a una pasta, añadiéndole un vaso de
aceite, un chorro de vinagre, agua y el pan cortado a pellizcos en la cantidad
deseada para que el resultado fuese más o menos líquido. En momentos de
abundancia, el plato aceptaba con gusto un huevo o dos, tanto crudos como
cocidos, o jamón picado, incluso tasajo troceado de ese que los trashumantes
llevaban para el almuerzo, que el gazpacho admite tantas variaciones como
comarcas y casi individuos hay en la geografía española. Antiguos son los de
almendras, de hierbabuena, con uvas, con comino, con pimentón, y otros muchos,
siendo los más recientes los hoy más conocidos: rojos de tomate y condimentados
con pimiento, hortalizas venidas de América que no se popularizaron hasta el
siglo XIX.
Las raciones de aceite, vinagre, pimiento molido y sal
recibían el nombre de cundido y éste, junto con el pan, corría por cuenta del
dueño del rebaño, considerándose parte del sueldo de los pastores igual que los
animales de su propiedad que iban con el rebaño.
A finales de septiembre, alrededor del día de San Miguel,
bajan los pastores castellanos de las montañas hacia las dehesas pacenses para
pasar allí el invierno con las ovejas merinas. Los acompañan unas cuantas
cabras, de propiedad comunal, con cuya leche fabricarían queso en las majadas.
Pero cada cual, aparte de su perro, llevaba una yegua hatera en cuyas alforjas
iban sus ropas y objetos personales además de algunos ingredientes que
alegrasen la monotonía del condumio diario como embutidos y queso. Y otra
yegua, ésta ya del dueño del rebaño, cargaba los avíos del ganado, así como los
cundidos, pan, ajos, y los utensilios de cocina.
Éstos fueron siempre pocos pero muy bien escogidos. En
primer lugar, el caldero en el que todo se hacía, desde las sopas hasta la caldereta, pasando por las migas, la chanfaina y el frite, caldero que a veces había que
adquirir nuevo en Extremadura porque con el uso y las lluvias otoñales se
terminaba por llenar de agujeros. Un cuenco grande, de madera de olivo o de
otro árbol cuidadosamente pulido y llamado hortera, que servía de ayuda a la
hora de preparar el sustento. Y un cántaro de hojalata que era donde el zagal
traía el agua para guisar o fregar. Nada más. Porque consigo, en el zurrón que
colgaba de su hombro, además de una manta, del pan y del tocino, tasajo o queso
para el almuerzo, transportaba un par de colodras o recipiente de asta, pulidos
y labrados por su dueño, con sus tapones de metal o de corcho, en las más
grande de las cuales llevaba otra ración de aceite por si llegaba a faltar; y
en la más pequeña, sal fina para aderezar sus guisos y una cuchara también de
asta con el mango primorosamente labrado por el mismo pastor que a menudo
incluía un ingenioso mecanismo para poder doblarla. De madera era el cuenco
(que podía ser de corcho) donde comía y también la fiambrera decorada a punta
de navaja y cuya tapa quedaba encajada y casi hermética mediante un medio giro.
Y no podía faltar una bota con capacidad de dos litros, por lo general llena de
un vino bronco, del país, como solían llamarse los caldos ordinarios, sin
denominación de origen, elaborados artesanalmente con la propia cosecha y de consumo
restringido a la comarca, pero que al contacto con la pez que impermeabiliza el
odre donde era transportado, adquiría un sabor en cuyo trasfondo, inexplicable
a quien no lo haya probado, había para el pastor evocaciones de néctar y
ambrosía.
Durante la trashumancia propiamente dicha, es decir, el
traslado de los rebaños entre los pastos de invierno y de verano, que veníen a
durar más o menos un mes, los pastores comían sólo dos veces diarias, mientras
que una vez instalados en los pastos de invierno o de verano lo hacían tres y
de manera más variada.
El rabadán era el encargado de adelantarse y comprar el
pan en los pueblos por cuyas cercanías pasaban y repartirlo después a los
pastores, a razón de un kilo por persona y día, junto con el vino, pues había
jornadas en las que no encontraban otra cosa que beber o desconfiaban, por
experiencia, de la pureza de los manantiales.
La calidad del pan podía oscilar según las comarcas. Los
serranos despreciaban el horneado en Extremadura y algunos llevaban consigo,
envuelto en un paño y a lomos de su yegua, la cantidad suficiente para los días
de camino, ya que después serían sus propios conciudadanos quienes lo amasaran.
Y ello es así porque en algún pueblo próximo a las dehesas pacenses, junto a la
casa del administrador de todos los rebaños propiedad de un mismo dueño, se
instalaba el ropero, antaño almacén de ropa pastoril y después de harina y
otros comestibles, donde dos o tres veces por semana se elaboraba el pan en
forma de molletes u hogazas
redondas y bajas. Aunque también había pastores que amasaban y horneaban su
propio pan en los chozos de las majadas, tortas sin levadura y quebradizas
llamadas galianos, muy
duraderas y buenas para los gazpachos. Y viene a cuento recordar que el nombre
de esas tortas viene de galianas,
nombre con el que se designaba en el lenguaje pastoril los restos de las
antiguas vías romanas que atravesaban la Península desde las Galias , vía Gallia, hasta el Sur, y que aún
perdura en el de la Cañada Real Galiana, que une la riojana Sierra de Cameros
con el manchego Campo de Calatrava.
Los pastores no desayunaban antes de echar a andar, sino
que a mediodía cada uno detenía el rebaño que le estaba encomendado, sacaba del
zurrón la bota de vino, un trozo de pan y otro de queso, chorizo o tasajo, y
apoyado en un tronco o al socaire de alguna piedra daba cuenta del sencillo
almuerzo sin dejar de vigilar a sus ovejas. La vida de estos hombres era dura y
solitaria. Sólo se reunían al atardecer, encerrado el rebaño en algún corral de
los que solía abundar a lo largo de las cañadas y veredas reales, cuando
descargaban el caldero de la yegua, y empezaba el ceremonial bajo la atenta
mirada del rabadán o del compañero.
La elaboración de
la sopa de pan por el zagal, el más joven de todos ellos y el encargado de la
cocina. Son sus ingredientes siempre idénticos pero la receta experimenta
ligeras variaciones, según el origen del cocinero. Los castellanos calientan el
aceite, cortan el pan en rebanadas finas ,esta labor la efectuaba uno de los
pastores, el sobrao o el persona, sobre el cuenco de madera u hortera, y echan
el pimentón en el aceite y enseguida, el agua y la sal. Cuando hierve, se echa
el pan. Con el mango de una cuchara de madera majan los ajos pelados y lo
añaden a la sopa. Y cuando da dos o tres hervores, se coloca el caldero en
medio de los hombres que acercan, la rodilla izquierda en tierra, la derecha
doblada hacia delante y después de la bendición del rabadán, van introduciendo
su cuchara en la sopa siguiendo un turno riguroso, hasta terminar con ella. Lo
que se llamaba y aún se llama cucharada y marcha atrás.
Mientras los pastores se encontraban fijos en los pastos
veraniegos o invernizos, desayunaban y cenaban juntos en el chozo del rabadán,
que al ser superior en autoridad al resto disfrutaba de una vivienda mejor y
más grande donde también dormía el zagal. Éste hacía las veces de cocinero y
pinche y tenía que ocuparse de las labores de menor importancia como recoger
leña, lavar los cacharros, traer agua fresca cada mañana, encender y vigilar el
fuego y preparar la pella o masa de harina con agua para alimento de los
perros, que no siempre eran las más complicadas ni las más penosas. Porque las
responsabilidades de cada pastor estaban perfectamente delimitadas y el respeto
a la jerarquía se anteponía a cualquier tipo de relación, que de otra forma no
hubieran podido subsistir.
Este desayuno solía consistir en migas o pan desmenuzado
y frito en aceite donde antes se habrán tostados varios dientes de ajo y tocino
picado, plato bastante contundente que calentaba el estómago y el ánimo y lo
disponía a enfrentarse con lo que para aquel día hubiera dispuesto la voluble
naturaleza. A veces, con la leche de las cabras que los acompañaban, se hacían sopas
canas, una variante de las que a diario tomaban para cenar.
A mediodía, como el rebaño pacía de aquí para allá, cada
pastor almorzaba solo lo que llevaba en el zurrón, sin olvidar un buen trago de
vino. Y por las noches, se reunían de nuevo en el chozo grande para dar cuenta
de su caldero de sopas calientes o el potaje de garbanzos en el que a menudo
encontraban pedazos de aquellos lomos y chorizos que se guardaban en un rincón,
en la orza y cubiertos de manteca.
Era el pastor rápido con la honda y la pedrada y los
perros carea, más pequeños y veloces que el mastín, su mejor aliado para cazar
las liebres y conejos que abundaban por campos y dehesas. Los ojos de aquellos
hombres, entrenados a la distancia y el detalle, avistaban sin esfuerzo y entre
la hierba tierna que cubría las Cañadas Reales, los huevos de perdiz o codorniz
que redondearían esa noche sus sopas de pan. Y en las pozas de los arroyos o en
las lagunas pacenses las truchas o los barbos estaban allí para ser cogidos con
la mano desnuda, un manjar delicioso cuando se ensartaban en varas de fresno y
se asaban después sobre las brasas de una buena hoguera.
Aparte de la caza, la pesca y el huevo ocasional,
entendían los pastores de plantas y de hierbas, de bayas y cebollas silvestres.
Un conocimiento transmitido, como todos los demás, de una a otra generación y
enriquecido con las aportaciones de otras regiones, de otras tierras, tan
completas y complejas que es difícil imaginar en nuestros días. Porque no sólo
entendían de plantas y frutas silvestres comestibles, que a menudo también
tenían propiedades terapéuticas, sino que estaban familiarizados con aquellas
que se utilizaban para curar las enfermedades más comunes en hombres y ganado.
Plantas astringentes contra las hemorroides y la diarrea como el zumaque (rhus coriaria), la tintura de
castañas frescas y el rapónchigo (campanula
rapunculus L.); plantas diuréticas tal el ombligo de Venus (umbilicus pendulinus) que crece entre
las rocas umbrías; laxantes, entre ellas la malva (malva silvestris), y que
aún se come como verdura en Marruecos; y vulnerarias o cicatrizantes de heridas
como la hierba de San Juan (hypericum
perforatum L.), el alfilerillo de pastor (erodium cicutarium L) o
cualquiera de las geraniáceas. Hasta para el escozor de los pies que sudan
mucho ,y debían ser expertos en ello, tenían el zurrón (chenopodium bonus-Henricus L.) como remedio.
Tanta subida y bajada desde las tierras altas del Norte a
los llanos del Sur, tanto trasiego repetido, no años sino siglos, tuvo sus
frutos y no insignificantes. Unos y otros, los naturales de cualquiera de las
regiones inicio, meta o paso de cañadas, terminaron por intercambiar bailes,
risas y recetas. Se aproximaron así comarcas tan distantes como León y Soria de
una Extremadura cuyo nombre le viene de encontrarse en los extremos del Reino.
Y mucho antes de que existieran carreteras asfaltadas o el ferrocarril, fueron
los pastores quienes abrieron los ojos, los oídos y la mente de pueblos enteros
con sus distintas costumbres, leyendas y tradiciones gastronómicas.
Cuando abulenses, sorianos y leoneses descubrieron el
aceite de oliva virgen, probaron su sabor en sopas y gazpachos, lo contrastaron
con el sebo o la manteca que utilizaban sus abuelas y sus madres ¿cuánto
tardaron en abandonar esa grasa que viraba a rancio en poco tiempo y trocarlo
por el líquido sol que revive el estómago y el gusto?
Y el jamón o el tocino de los cerdos negros, criados al
aire libre con la bellota gruesa y dulce de la encina extremeña, enjuto y graso
a un tiempo, se les tuvo que hacer imprescindible. Por eso no había rebaño en
el que no hiciesen caminol junto a las merinas, de vuelta a la montaña, estos
cerdos ibéricos comprados en invierno que la familia terminaría de engordar
para la matanza. Y al otoño siguiente se cerraba el círculo cuando ese pastor
regresaba a las dehesas del Sur llevando en el zurrón al cerdo transformado en
chorizos y chacinas.
Así, a lo largo de las vías pecuarias se fueron
sucediendo los platos de patatas cocidas con el mismo pimentón y nombre
diferente, desde el recio atascaburras
manchego, que lleva bacalao, a las patatas encarnas del País de Maragatos, al Norte de León, pasando por
las papas revolconas que en
Extremadura se visten de fiesta con rodajas de chorizo o de huevo cocido.
Guisos muy parecidos celebran idénticas fiestas,
idénticos ritos. A mediados de febrero se cortaban los rabos a los corderos
recién nacidos, y los que no se vendían se pelaban, asaban y después se ponían
a cocer en el caldero con aceite, ajos, cebollas, pimentón, laurel y azafrán. Espárragos montañeses, rabada o rabote
se denominaba este plato singular, tan antiguo como la Mesta.
En primavera, entre abril y mayo, tenía lugar el
esquileo, que durante esta ocupación los días festivos se interrumpía la labor,
repartiéndose una oveja cada diez personas… además de numerosas viandas, por lo
que en los ranchos concurrían por esas fechas pobres y mendigos. Se trataba de
un trabajo duro y el amo sabía que era su obligación alimentar a su gente en
consonancia. El vino corría más generoso y no se vacilaba en sacrificar más
reses de lo acordado para que por la noche, todos juntos, compartieran esa
receta que se encuentra desde la frontera de Castilla y León con Galicia hasta
Andalucía y desde La Rioja hasta Portugal, con sus ligeras variantes y la
inevitable reivindicación regional de lo auténtico. La caldereta, palabra que viene del recipiente donde se guisa, es
acaso el plato más conocido pero en todo caso, el clásico de las fiestas
pastoriles y uno de los más sabios. Porque cuando se preparaba con alguna de
aquellas ovejas modorras, tipo de encelopatía espongiforme semejante al mal de
las vacas locas , los pastores se protegían del contagio cortándole la cabeza
antes de prepararla. En algunos casos tampoco se utilizaban los huesos, sino
sola la carne, cuya cocción a fuego lento y durante horas eliminaba los
posibles riesgos. Por el contrario, si las causas del sacrificio eran otras,
como la muerte en el parto, la cojera, las pezuñas abiertas o aspeadas, o
incluso que se hubieran despeñado por los montes, los huesos mejoraban el sabor
del guiso y la cabeza asada solía tener no pocos partidarios.
Los días que había caldereta para la cena se desayunaba chanfaina, hecha con las
tripas, la asadura y la sangre del animal, adobadas con pimentón. Esa costumbre
de desayunarse con hígado de cordero, forma de comenzar el día con una
considerable aportación energética, aún perdura en ciertos pueblos extremeños y
en algunos de Hispanoamérica, a donde fue llevada por los conquistadores. Otros
platos muy apreciados de los pastores eran los callos, preparados con las tripas de la oveja, bien picantes, o
las manitas de cordero.
El ingenio de los pastores se desarrolló siempre al
compás de lo que le sugería el hambre y le ofrecía la naturaleza. Más liberal y
fecunda en tierras del Sur que en las del Norte, las lluvias hacían brotar a
primeros de año los espárragos trigueros (asparagus acutifolius L), cultivados por los egipcios hace seis
mil años y que no precisan sino un sofrito de ajo, pan, vinagre y pimentón.
Poco después nace en los prados el cardillo (scolymnus hispanicus), cuyas nervaduras violáceas, despojadas de
la parte espinosa, se añaden al puchero de garbanzos o a la sopa de pan y les
confieren un gusto suavemente amargo, incomparable. Verduras silvestres como la
acedera (rumex acetosa L.), de
sabor avinagrado, depurativa y refrescante, que tiene la virtud de deshacer las
espinas del pescado cuando con ella se rellena; o el armuelle (atriplex hortense L.) sembrado antaño
en huertos y hoy asilvestrado, que se pica y saltea con manteca de cerdo,
perejil y pimienta molida; o la verdolaga (portulaca oleracea L.), plaga de los huertos para algunos pero
que abunda en los pedregales y las tierras áridas y su gusto sutil complementa
los guisos de legumbres secas. ¿Y qué decir de las collejas, planta que crece
al borde de los sembrados y que crudas o en tortilla aventajan a cualquier
ensalada de vivero? ¿Y la vulgar ortiga (urtica
dioica)? Rica en hierro, vitamina C y otros minerales, desde tiempos
remotos el hombre la utilizó para depurar su organismo a la llegada de la
primavera y los pastores la echaban a sus guisos como si se tratase de acelgas
o espinacas, sólo que con un sabor más delicado. A principios de verano
encontrarían en los regatos de agua helada de los puertos de montaña las
pamplinas o corujas (samolus valerandi
L), hierba menuda y refrescante que se tomaba en ensalada, y más abajo,
en los manantiales, berros de hoja picante que convertían su almuerzo de pan y
queso en un festín de dioses.
Este queso lo fabricaban los pastores en sus chozos de
invernada mayormente con la leche de las cabras, aunque también con la de
churras y merinas, que se cuajaba desde tiempos remotos y aún hoy se cuaja con
pistilos del cardo silvestre (cynara
cardunculus). Fresco, curado o conservado en aceite, una parte de aquel
queso se vendía en los pueblos cercanos junto con los cabritos y los corderos
que les pertenecían y el suero que a diario se recogía de aquella elaboración
se daba a los perros. Otra de sus costumbres era comprar entre todos unas
cuantas gallinas, que se guardaban en un pequeño corral para que les
suministrasen huevos, pues comerlas les salía demasiado caro. De todas formas,
a ellos les bastaba la carne que echaban a los garbanzos un par de veces por
semana, casi siempre en forma de embutido o carne curada de oveja,
naturalmente, que en algunos sitios se llama tasajo y que los leoneses conocen
con el curioso nombre de salón.
Y si querían bocado más exquisito, no dudarían en salir a
cazar esos lagartos ocelados de color verde esmeralda, tan abundante en
Extremadura y hoy especie protegida, blanca y sabrosa, que aliñarían con lo de
siempre: ajo, aceite, pan frito y un poco de vinagre. También los arroyos y las
pozas traían su diversión al paladar en forma de truchas moteadas con carne
prieta y grasa que sólo había que asar para comer con los dedos, espolvoreadas
de sal; o de pencas, hechas en caldero con su pizca de azafrán. Y de las
charcas y lagunas, venían las ranas burladas al pico de las cigüeñas cuyas
ancas al ajillo distraían las largas noches del verano. O las ratas de agua,
limpias y con gusto a anguila, deliciosas con patatas o con arroz. Y algún
pastor habría experto en guisar caracoles con guindillas picantes o en caldo de
poleo, ajo e hinojo silvestre que sus compañeros sorberían, mojando después pan
en el caldero hasta acabar con la salsa.
Postres en cambio comían poco los pastores. En
septiembre, durante su viaje al Sur, encontrarían las zarzas (rubus fruticosus L.) de linderos, ruinas
y bordes del camino cubiertos de la negra mora que no necesita sino una mano
hábil para no pincharse y una boca presta de su ácida frescura. Bien entrado el
otoño, en la majada, chuparían el rojo escaramujo (también llamado tapaculo por sus virtudes astringentes),
el fruto del rosal silvestre (rosa
canina L.) cuya riqueza extraordinaria en vitamina C ya nadie ignora. A
veces, con suerte, al remontar los valles en su regreso a Castilla,
encontrarían en umbrías y barrancos cerezos o guindos, cuajados de su fruta tan
brillante que se diría cristal, madura su jugosa y firme carne.
Pero no hay que olvidar la miel. Por todos los rincones
de las sierras los lugareños instalan sus colmenas y las abejas liban flor de
jara, de piorno, de tomillo o de cantueso. Barata la adquiría el pastor y esa
miel perfumada endulzaba su pan con aceite, las tortas de chicharrones, la
cuajada o los calostros, la primera leche de la oveja parida que aprovechaban
con entusiasmo cuando algún cordero moría en el parto. Aunque más de una vez,
si encontraba un avispero en el tejado de alguna de esas ventas en ruinas al
borde del camino, supo ahuyentar las avispas con el humo para arrancar los
panales rezumantes de miel.
Otros frutos, como la castaña, el piñón o las almendras,
eran fáciles de transportar y agradecidos. Sin embargo, el que más a mano
tenían en invierno era la bellota. Cuando se paseaban con sus rebaños por los
amplios encinares del valle del Guadiana, disputarían a ovejas y cerdos el
privilegio del recoger del suelo las más gordas y tiernas para terminar con una
nota azucarada su frugal almuerzo. Tiempos hubo en que la hambruna obligó a los
hombres a comer pan elaborado con la harina de este fruto, hoy alimento
esencial del cerdo ibérico y también exótico, para algunos, perfume de un extremeño licor. Aficionados al aguardiente ¿qué
pueblo no lo elabora y con los más extraordinarios ingredientes? Una copa del agua de fuego que el rabadán
guardaría en su chozo para repartir en contadas ocasiones, aromatizada con
cerezas, guindas, fresas, arándanos o cualquiera de las bayas comestibles que
en la naturaleza abundan, o incluso sólo dulce o sólo seco, puso punto y final,
con los ojos mojados de nostalgia y de letras de canciones, a muchas noches
bajo las estrellas.
El equipaje del pastor trashumante ha sido, pues, no
tanto material como espiritual, y los pocos pero bien pensados utensilios y
alimentos que había en su zurrón son el resultado de muchos siglos de
discernimiento, habilidad y sabiduría. Unos conocimientos que le transmitían
primero su familia, sus superiores jerárquicos en aquella estricta organización
que constituía el Honrado Concejo de la Mesta, después, y que más tarde
contrastaba con la propia experiencia y con la de gentes de otras comarcas y
otros pueblos.
Porque durante siglos e igual que por canales por los que
navegan barcos cargados de tesoros, así transitaron los pastores por los
caminos de la trashumancia con su carga de saberes propios, instrumentos y
utensilios, maneras de expresarse, refranes, leyendas y folklore, que fueron
esparciendo y sembrando y adquiriendo hasta multiplicarlos.
Y las vías pecuarias siguen ahí, abiertas a quien quiera
recorrerlas, con la misma comida y bebida en el zurrón que aquellos
trashumantes, los ojos abiertos a sus enseñanzas y el ánimo dispuesto a buscar
y aprender los auténticos sabores, esos que reconfortan a un tiempo el cuerpo y
el espíritu y que hacen de la naturaleza el único remedio para todos sus males.
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