Hay
que preguntarse si esa trashumancia, que parece más que probable en tiempos tan
remotos, surgió de manera espontánea o como herencia de un precedente de lógica
existencia. La ganadería coexistía entonces con la caza, y ésta persistió con
mucha importancia en épocas históricas. En la romana se perseguían jabalíes,
venados y caballos salvajes en la península, según testimonios de Estrabón,
Plinio y Marcial. Este último consideraba mediocre la caza en Italia
comparándola con la que se podía practicar en pagos ibéricos. En tiempos de
Adriano, fue famoso cazador Tulio Máximo, legado de legión en Hispania, donde
abatió ciervos, luchó con jabalíes y persiguió caballos. La importancia cinegética
prosiguió en los siglos siguientes. Los animales tenían a su disposición
extensas masas montaraces, de las que el Libro de la Montería cita muchos
parajes como propicios a la caza mayor: 15 en el madrileño valle del Lozoya, 35
en torno a Cadalso de los Vidrios y San Martín de Valdeiglesias, otros 32 en
Navamorcuende (Toledo), etc. Anteriormente, cuando esos y otros herbívoros
mayores eran muy abundantes, no tendrían otra solución para subsistir que
emigrar temporalmente en busca de pasto, emigración que la escasez de población
humana facilitaba.
Es
lo que realizaban en época glaciar entre el norte de Asia y el centro de
Europa: «Las llanuras de Rusia y de Europa Central eran tundras descubiertas o
estepas... Grandes manadas de mamuts, renos, bisontes y caballos salvajes
recorrían las llanuras rozando el pasto. Cada año las manadas emigraban de los
pastos de verano en Rusia y Siberia a los forrajes de invierno en el valle del
Danubio o en la estepa póntica, para regresar de nuevo». Así lo revelan «las
inmensas cavernas descubiertas bajo el loess en Mezina, cerca de Kiev, en Predmost
cerca de Prerau, en Moravia, en Willendorf en la baja Austria y otras partes»,
algunas tan importantes que en la de Predmost se han reconocido restos de más
de mil mamuts.
En
nuestra península, donde el clima presenta los fuertes contrastes estacionales
a los que nos hemos referido, los grandes herbívoros tendrían que desplazarse,
necesariamente, abandonando las montañas cuando empezaran a cubrirse de nieve y
a helarse su herbazal, y cruzando las planicies de la Meseta y el interior de
las depresiones bética e ibérica antes de que los calores estivales las dejaran
peladas de hierba. Y, claro está, desde que existe el hombre, iría tras las
bestias o las acecharía en los lugares de paso habitual para darles caza. Y en
las mismas migraciones temporales de ellas se inspiraría con las que logró
domesticar. ¿Cabe pensar algo distinto sin apartarse de la lógica? Se puede
argumentar que desde las etapas prehistóricas y romana hasta la organización
mesteña de Alfonso X transcurrieron unos cuantos siglos y se produjeron no
pocos avalares político-militares. Pero también cabe preguntarse si estos
acontecimientos fueron tan revolucionarios como para borrar de manera radical
aquellos modos de vida tan enraizados y que eran, y son, acordes con las
condiciones naturales que pesan sobre la explotación con fórmulas tradicionales
del suelo agrario en la mayor parte de la España peninsular.