Foto: Cañada Real Soriana Occidental . Santiago Bayon Vera
Tanta
subida y bajada desde las tierras altas del Norte a los llanos del Sur, tanto
trasiego repetido, no años sino siglos, tuvo sus frutos y no insignificantes.
Unos y otros, los naturales de cualquiera de las regiones inicio, meta o paso
de cañadas, terminaron por intercambiar bailes, risas y recetas. Se aproximaron
así comarcas tan distantes como León y Soria de una Extremadura cuyo nombre le
viene de encontrarse en los extremos del Reino. Y mucho antes de que existieran
carreteras asfaltadas o el ferrocarril, fueron los pastores quienes abrieron
los ojos, los oídos y la mente de pueblos enteros con sus distintas costumbres,
leyendas y tradiciones gastronómicas.
Cuando
abulenses, sorianos y leoneses descubrieron el aceite de oliva virgen, probaron
su sabor en sopas y gazpachos, lo contrastaron con el sebo o la manteca que
utilizaban sus abuelas y sus madres ¿cuánto tardaron en abandonar esa grasa que
viraba a rancio en poco tiempo y trocarlo por el líquido sol que revive el
estómago y el gusto?
Y
el jamón o el tocino de los cerdos negros, criados al aire libre con la bellota
gruesa y dulce de la encina extremeña, enjuto y graso a un tiempo, se les tuvo
que hacer imprescindible. Por eso no había rebaño en el que no hiciesen caminol
junto a las merinas, de vuelta a la montaña, estos cerdos ibéricos comprados en
invierno que la familia terminaría de engordar para la matanza. Y al otoño
siguiente se cerraba el círculo cuando ese pastor regresaba a las dehesas del
Sur llevando en el zurrón al cerdo transformado en chorizos y chacinas.
Así,
a lo largo de las vías pecuarias se fueron sucediendo los platos de patatas
cocidas con el mismo pimentón y nombre diferente, desde el recio atascaburras manchego, que lleva
bacalao, a las patatas encarnas
del País de Maragatos, al Norte de León, pasando por las papas revolconas que en Extremadura
se visten de fiesta con rodajas de chorizo o de huevo cocido.
Guisos
muy parecidos celebran idénticas fiestas, idénticos ritos. A mediados de
febrero se cortaban los rabos a los corderos recién nacidos, y los que no se
vendían se pelaban, asaban y después se ponían a cocer en el caldero con
aceite, ajos, cebollas, pimentón, laurel y azafrán. Espárragos montañeses, rabada o rabote
se denominaba este plato singular, tan antiguo como la Mesta.
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