Foto: Cuevas del Valle (Avila) (Santiago Bayón Vera)
A
finales de septiembre, alrededor del día de San Miguel, bajan los pastores
castellanos de las montañas hacia las dehesas pacenses para pasar allí el
invierno con las ovejas merinas. Los acompañan unas cuantas cabras, de
propiedad comunal, con cuya leche fabricarían queso en las majadas. Pero cada
cual, aparte de su perro, llevaba una yegua hatera en cuyas alforjas iban sus
ropas y objetos personales además de algunos ingredientes que alegrasen la
monotonía del condumio diario como embutidos y queso. Y otra yegua, ésta ya del
dueño del rebaño, cargaba los avíos del ganado, así como los cundidos, pan,
ajos, y los utensilios de cocina.
Éstos
fueron siempre pocos pero muy bien escogidos. En primer lugar, el caldero en el
que todo se hacía, desde las sopas
hasta la caldereta, pasando por
las migas, la chanfaina y el frite, caldero que a veces había que
adquirir nuevo en Extremadura porque con el uso y las lluvias otoñales se
terminaba por llenar de agujeros. Un cuenco grande, de madera de olivo o de
otro árbol cuidadosamente pulido y llamado hortera, que servía de ayuda a la
hora de preparar el sustento. Y un cántaro de hojalata que era donde el zagal
traía el agua para guisar o fregar. Nada más. Porque consigo, en el zurrón que
colgaba de su hombro, además de una manta, del pan y del tocino, tasajo o queso
para el almuerzo, transportaba un par de colodras o recipiente de asta, pulidos
y labrados por su dueño, con sus tapones de metal o de corcho, en las más
grande de las cuales llevaba otra ración de aceite por si llegaba a faltar; y
en la más pequeña, sal fina para aderezar sus guisos y una cuchara también de
asta con el mango primorosamente labrado por el mismo pastor que a menudo
incluía un ingenioso mecanismo para poder doblarla. De madera era el cuenco
(que podía ser de corcho) donde comía y también la fiambrera decorada a punta
de navaja y cuya tapa quedaba encajada y casi hermética mediante un medio giro.
Y no podía faltar una bota con capacidad de dos litros, por lo general llena de
un vino bronco, del país, como solían llamarse los caldos ordinarios, sin
denominación de origen, elaborados artesanalmente con la propia cosecha y de consumo
restringido a la comarca, pero que al contacto con la pez que impermeabiliza el
odre donde era transportado, adquiría un sabor en cuyo trasfondo, inexplicable
a quien no lo haya probado, había para el pastor evocaciones de néctar y
ambrosía.
Durante
la trashumancia propiamente dicha, es decir, el traslado de los rebaños entre
los pastos de invierno y de verano, que veníen a durar más o menos un mes, los
pastores comían sólo dos veces diarias, mientras que una vez instalados en los
pastos de invierno o de verano lo hacían tres y de manera más variada.
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