Fotos. Oncala (Soria) (Santiago Bayón Vera)
En
otro orden de cosas, la metrología será más antropocéntrica entre los
agricultores, donde el cuerpo y sus miembros constituían las unidades aldeanas
por excelencia, mientras tenía connotaciones espaciales entre los mesteños, que
medían las dehesas de los extremos y los puertos de las cabeceras en millares o
superficie que proporcionaba yerbas a
mil ovejas y quintos a quinientas cabezas. La conversión o la equivalencia de
estas medidas antiguas a las actuales sólo puede ser aproximativa, puesto que no
era lo mismo una cabeza de hierba en la umbría que en la solana, en terreno
limpio o pedregoso, en alto o en llano. Por fin, la imposición del sistema
métrico decimal que acompaña al triunfo de los regímenes liberal-burgueses, sin
ir precedida de la pertinente revolución mental en agricultores y ganaderos,
deshumanizará estas tradiciones pastoriles, empíricas, armónicas y mesuradas.
La abstracción del metro, materializada en una barra de platino conservada en
el Museo de Artes y Oficios de París, estará siempre más alejada del campesino que su relación ecológica con el medio natural.
Mientras
la ganadería estante se integraba en las explotaciones agrarias, las migraciones
pecuarias eran contempladas con recelo por el labrador, que consideraba a los
herbazales y a las tierras marginales como un seguro de vida en años de
carestía y vigencia de la ley de rendimientos decrecientes. El campo de visión
del paisaje que tiene el pastor desde la cañada y los extremos le permitía
tener una sucesión de horizontes de la que carecía el labriego apegado a su
terruño. En cambio, su procedencia serrana, en la medida en que las montañas
eran consideradas la reserva de la brujería y los miedos para los habitantes de
los burgos y las villas, y su calidad de “hombre de paso”, contribuyeron a su fama de asocial
en el seno de las culturas sedentarias. La consideración de los pastores
migratorios como “intocables” y etnia marginal la hemos constatado desde las
tribus nómadas hasta los mesteños a los que alude el romancero castellano. Y es
que la antítesis a las sociedades agrícolas, al mundo culto, y, por tanto,
cultivado, viene dada por los pueblos ganaderos y montañeses.
El
ciclo trashumante entre llanuras y
cordilleras ha sido clasificado por los geógrafos en las modalidades de
ascendente, descendente y doble, y por los historiadores en normal, inverso y
mixto. Pero más que la forma que adopta la actividad pastoril en las sierras,
nos interesa la polivalencia de las mismas, pues pueden ser a un tiempo fortalezas
mili- tares inexpugnables y refugio para marginados y razas malditas, pueden
hitar fronteras entre formaciones políticas e integrar a poblaciones de las dos
vertientes, como ocurre entre mesteños y vaqueiros en la divisoria asturleonesa
o entre españoles y franceses en los Pirineos.
Ahora
bien, aunque los trashumantes serranos necesiten de los extremos para cerrar su
ciclo económico, no pueden evitar que la gente de los valles desconfíe de
ellos. Las moradas montuosas, de suelos pobres, naturaleza salvaje y culturas
arcaicas, serán vis- tas por las poblaciones de las planicies como un mundo adusto
y marginal a las civilizaciones. Es por eso que los guardianes de la ortodoxia
situarán en las alturas inhóspitas los reinos diabólicos del hechizo y la brujería,
la superstición y el aquelarre, los miedos reflejados de los intelectuales de
las ciudades. Y las montañas sólo perderán esta condición
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