Si
examinamos el atlas de los pueblos pastoriles del planeta, enseguida
evidenciamos el arraigo secular de la
trashumancia en las penínsulas europeas
del Mare Nostrum, afrontadas al nomadismo
de las costas africanas. La migración trashumante, basada en el aprovechamiento estacional de
pastizales complementarios, modeló el paisaje agropecuario, curtió un tipo
humano de vida cíclica en su trajinar entre “extremos”, reportó riqueza material
a las economías
preindustriales y comportó una trama de caminos pecuarios.

En
este sentido, al adentrarnos en el ciclo trashumante de una sociedad pastoril
como era la castellana, debemos clarificar sus modalidades ganaderas. Pues
bien, desde la Alta Edad Media se acuñó el concepto de Cabaña Real de Castilla,
quedando definida como el conjunto de todos los ganados del reino y sus dueños
bajo el amparo del monarca en el uso de prerrogativas mayestáticas.
Dentro de
ella podemos distinguir una triple tipología pastoril:
1) El
pastoreo estante, el más común a todos los pueblos ganaderos del mundo, en el
que el ganado no sale de sus suelos a herbajar a lo largo de todo el año. Está
estrechamente unido a la labranza, que se beneficia del estiércol producido por
los animales, quiénes además aportan elementos básicos a la economía
autosuficiente campesina, como la carne, la leche, la lana, la osamenta, el
cuero, etc. El labriego-pastor, puesto que así le podemos llamar, o bien
mantiene a sus reses en los apriscos, o bien los hatos de cada uno de los
vecinos se unen en una sola manada comunal que pasta en los baldíos del pueblo
en régimen de mancomunidad.
2) El
pastoreo transterminante, donde los
rebaños traspasan, transterminan el no
jurisdiccional de sus municipios y pasan a utilizar dehesas de pueblos
vecinos. Como en su caminar en pos de pastizales contiguos, siguen el curso de
las riberas, estos ganaderos reciben el nombre de “riberiegos”.
3) 

El
pastoreo trashumante propiamente dicho,
el de los grandes desplazamientos semianuales, donde las cabañas marchan
a en otoño a invernar a las cálidas dehesas del Mediodía para regresar en
primavera a agostar a los puertos frescos de las montañas del Septentrión
interior.


